sábado, mayo 4, 2024

Alan Villanueva: ese péndulo infinito de existir en el sonido.

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Por Diego Salas

Alan Villanueva (1994) Creció en Villa de Etla, Oaxaca, y no fue sino hasta los diecisiete años que viajó a la capital mexicana para vivir de primera mano los vaivenes del jazz, donde se zambullen las personas no para tocar las honduras del desconcierto, sino para conocer lo que se siente emerger de ellas en el espasmo de los improvisadores natos, aquellos que viven con un exceso de sangre en el cuerpo.

El primer maestro que marco su trayectoria como ejecutante fue Miguel Samperio. Luego, muchos otros, Diego Maroto, Arodi Martínez, Jako González, etcétera. Sin embargo, y aunque su centro era y siempre ha sido la música, estudió Filosofía y Letras en la UNAM primero porque no se abrieron las vacantes para saxofón ese año, y al siguiente, por un error administrativo del sistema de emisión de fichas. Mientras tanto, pasaba los martes en la noche asistiendo al Jules, en Polanco, para escuchar a sus colegas y esperar pacientemente a que lo invitaran a subirse a tocar un blues o algo que estuviera practicando en la última parte de la presentación.

Si bien estar ahí arriba con quienes ya desde entonces eran las figuras nacionales del jazz podía resultar intimidante, Villanueva siempre tuvo esa voluntad del agua, esa terquedad de encontrarle la vuelta a todos los obstáculos. Gracias a eso logró entrar, en el tercer año de su estancia, a la Superior de Música para luego mudarse a Xalapa, donde continuaría su formación académica y artística. Hay que hacer esa distinción, porque una cosa son las herramientas que obtuvo desde el ámbito institucional, y otra cosa, la perspectiva que ganó desde lo humano cuando entró en contacto con un ecosistema creativo en constante ebullición.

Aunque actualmente ha ganado más notoriedad como ejecutante de primer nivel, especialmente después de haber ganado el X Concurso Panamericano de Saxofón Jazz y el Primer Concurso Latinoamericano de Saxofón “Melissa Aldana”, su labor como compositor es promisoria. Haciendo de la música una alegoría de su propia vida, desafía los principios teóricos con la práctica, redimiendo las normas de la armonía no funcional a través del resultado artístico en sí mismo.

Así, encontramos en “Xipehua” rasgos armónicos de McCoy Tyner y de Coltrane en su periodo más modal, así como guiños al serialismo. Pero también hay mucho de Garrett al desarrollar una improvisación que inicia adentro para elevarse luego en eso que llaman el outside, el territorio ataviado de tensiones armónicas, desarrollo motívico, superestructuras y búsqueda de colores sugeridos por enclosures que no han sido nombrados todavía.

Por otro lado, está “Cantoviento”. Aquella propuesta aborda un reto mayúsculo para un compositor de jazz, la letra. Se trata de una pieza que explora la conjunción lírica y musical en un tamiz alejado de la cursilería y los lugares comunes, pero sin dejar de lado la evocación de la gratitud y la memoria. No obstante, en esta canción también subyace el vigor descarnado que atraviesa toda la labor de Villanueva como ejecutante, ya mediante la característica manera de abordar la improvisación o mediante el fulgor de la melancolía expresado en los versos de apertura como “si no sabes volver/ allá donde el alba blanca/ guarda de la pena tu mirar” que, dicho sea de paso, aprovecha el hipérbaton, un recurso típico de la poesía barroca, para lograr la cuadratura silábica.

Como artista emergente todavía, aún no cuenta con un álbum propio, pero en la trayectoria de Villanueva hay que seguir trazando ese paralelismo entre la ejecución y la composición. Pues ahí, donde los dos universos se superponen, subyacen las claves para entender con mayor precisión el corazón de sus cualidades como creador: la búsqueda constante del equilibrio entre el vigor de la sangre que bombea en su cuerpo, la tenacidad del agua y esa lucidez que tanto exigen la inteligencia y la bondad.

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