viernes, mayo 3, 2024

Diego Salas realiza colaboración especial

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“El solo transcrito y otras ilusiones sobre la educación del jazz” de Diego Salas

Por Diego Salas (@elotrodiegoaqui)
Fotografías Efraín Alavez (@contrajazzymas)

Tal vez uno de los fenómenos más inquietantes en el mundo del jazz durante el último lustro sea la exhibición pública de solos transcritos por estudiantes. En principio, ¿qué tiene de malo transcribir un solo? Nada. La transcripción de solos es una antigua práctica orientada a la consolidación técnica y racionalización de la experiencia estética del ejecutante tan eficaz como, para un poeta, lo ha sido memorizar los versos y la rítmica de sus autores favoritos. Es el resultado de un proceso mimético, elemental y útil para para el proceso artístico situado del lado del “tecné”. El problema es la actitud reverencial que estudiantes, maestros e instituciones asumen alrededor de esto. 

En el caso del jazz, esa práctica ha pasado de ser un proceso imitativo emanado de la tradición oral a un parámetro fundamental del criterio de selección de “ejecutantes con talento” hasta derivar en su situación actual: una especie de sello de prestigio que defiende la legitimidad artística del ejecutante mediante la apelación a la autoridad moral del músico transcrito desplazando la individualidad del músico que los transcribe. En otras palabras, cada vez más, recurren a esta práctica, no sólo con el afán de mejorar su técnica teórica y motriz, sino de exhibir públicamente sus habilidades de imitador para ganar la reputación de “gran músico” a través del escrutinio social. De esta manera, el valor del músico como productor artístico es ponderable en la medida de su capacidad reproductiva: antes de que voltees a verme por lo que soy y tengo que decir, debes hacerlo por lo que alguien más autorizado que yo dijo y yo puedo reproducir.

Las consecuencias de todo esto son diversas y están situadas en distintas dimensiones. La primera, y más superficial está vinculada a las aspiraciones del ejecutante. En la medida en que el gran ojo admonitorio de la comunidad musical dé su aprobación o lo azote con el látigo de su indiferencia de manera casi inmediata, se va estableciendo una especie de súper vía que conecta, sin perder el tiempo en “reflexiones innecesarias, puesto que la música habla por sí misma” (sic), al ejercicio artístico con la autocomplacencia musical. Por lo tanto, la actividad artística como proceso de autodescubrimiento se diluye en la actividad artística como medio para ganar halagos. Y si, parafraseando a Heiddeger, la función primordial de una obra artística reside en redescubrirnos en su contemplación pues al mirarla miramos nuestro propio reflejo ahondando en las más oscuras profundidades del espíritu, ¿qué esperanzas podemos tener con una producción contemporánea que ni siquiera alcanza a ahondar en el espíritu del propio creador pues se conforma con el aplauso sistematizado de su público?

Por otro lado, en el ámbito del gran corpus musical, va ganando lugar la estandarización, el genio de la homogeneidad, pues claro, si bien se ha vuelto fundamental la imitación para obtener prestigio, al interior de ésta también hay jerarquías. No es lo mismo apelar a la autoridad de Joshua Redman o Anthony Braxton que a Johnny Hodges o Babby Dodds, mucho menos de un músico local sin proyección mediática alguna. Por consiguiente, el estudiante suele obedecer a una estructura piramidal directamente relacionada con la exhibición pública de sus habilidades. Tal vez los primeros diez solos sean transcripciones de Eddie Lang o King Oliver o Red Allen. Esos, por los regular los guarda para sí mismo y su carpeta de “tareas”. Sin embargo, cuando por fin consigue transcribir y reproducir con absoluta precisión a Pat Metheney, Arturo Sandoval o Wynton Marsalis, no dudará en subir el video a alguna plataforma electrónica y dejar que la comunidad musical lo haga viral.

Desde luego, no hace falta si quiera que ponga el ejemplo del artista local. ¿Cuándo se ha visto que un músico se viralice diciendo: “¡miren, miren¡ ¡Transcribí a Juan de las Manzanas!”?

Derivado de lo anterior, se desprende el fortalecimiento de un mainstream cada vez más desvinculado de un sentido real de autenticidad, más hermético, y paradójicamente, provisto de una amplia gama de espejismos de autosuficiencia, pues la viralidad inmediata da cuenta de una comunidad ávida de complacencias en toda clase de caprichos musicales, sin embargo, se trata de una comunidad autofágica, músicos que devoran músicos porque les remiten a músicos. 

Aquí se desprende la cuarta consecuencia: la radicalización de perfiles del público y conductas de mercado. Ante la creciente separación entre la actividad del jazzista y la sensibilidad y preocupaciones del resto del mundo terrenal, es frecuente encontrar dos posturas opuestas e igualmente peligrosas. La del artista asceta, que desprecia al vulgo por ignorante y se encierra en la autocontemplación de su genio artístico para sentirse valioso e incomprendido, condenando así su capacidad creativa al peligroso archivero donde van a parar todos los creadores con potencial creativo pero demasiado arrogantes para sobrevivir: el olvido; y la segunda, que alude a todos aquellos que han optado por someter con calzador al genio artístico en un marco puramente comercial. Estos están dispuestos a sacrificar su impulso creativo a la lógica de mercados. Si consideran que el desarrollo del solo no será consumido con facilidad, habrán de modificarlo. Y a esa misma ley someten también la creatividad del de sus músicos, a la armonía de sus piezas, los títulos y hasta su imagen.

¿Y qué hay de quienes defienden valoración del solo como principio fundamental para la valoración del futuro del artista? Dos cosas suelen esgrimir los profesores al respecto: transcribe para adquirir lenguaje y es la mejor manera de comprobar que el alumno conoce el fraseo, el sonido y articulación.

Respecto al primer punto: la adquisición del lenguaje sucede en la internalización del sistema, por ejemplo, lingüístico, no en su memorización. Un escritor adquiere lenguaje y estilo en el proceso de lectura y a lo largo de cada uno de sus ejercicios de escritura, no en la transcripción íntegra y nemotécnica del Quijote. La internalización tiene lugar en la práctica constante, selectiva y contextualizada.

Respecto al segundo punto: ¿no es esa la lógica positivista-conductista, responsable de la deshumanización educativa, que tanto señalan esos mismos académicos alrededor del mundo? ¿No debería ser justo el área del arte la primera en desprenderse de esa corriente de automatización profesional y ser punta de lanza en un nuevo camino de permitir el desarrollo de la ciudadanía? Pues si el arte no funciona para disentir, reflexionar, autodescubrirse y construir una idea menos simplista de la “libertad” y “democracia”, ¿entonces para qué sirve?

Diego Salas (Xalapa, 1984) Escritor y músico. Ha sido becario del FONCA en el PIRA 2005-2006, PECDA-IVEC 2012 e Interfaz-ISSSTE 2014. Colabora con revistas como La Palabra y el Hombre, Tierra Adentro, Gaceta Universitaria, Performance, entre otras. Ha publicado Andar, La caja para encender, La seña del quieto y La ciega intermitencia. Además de poesía, colabora con crónica, ensayo y crítica musical con distintos proyectos editoriales. También obtuvo el Premio Nacional de Reflexiones Filosófica Zigurat con el libro de Luminiscencias de retrete. Actualmente es profesor del Centro de Estudios de Jazz en la Universidad Veracruzana.

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